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[Literatura] Reseña de El niño en la cima de la montaña, de John Boyne


Cuando una novela se encuentra con una acogida desmesurada y se convierte en un gran éxito de ventas, su autor tiene dos opciones a la hora de encarar su siguiente obra: o bien se arriesga a probar algo diferente con la esperanza de que los lectores confíen en su talento o bien trata de replicar los elementos que funcionaron en su anterior trabajo para no distanciarse demasiado de lo que gustó al público. Es bastante frecuente que un escritor reconocido eche la vista atrás para revisitar alguno de sus trabajos previos y retomar de alguna forma su argumento o temática, lo cual no es necesariamente negativo. Pongamos como ejemplo el caso del escritor irlandés John Boyne, responsable de diversas novelas entre la que destaca la popular El niño con el pijama de rayas. Publicado en 2006, este libro tuvo una notable acogida y contó con una adaptación cinematográfica. Pues bien, tras diez años publicando otros trabajos de contenido diverso, Boyne volvió sobre sus pasos para publicar El niño en la cima de la montaña. Aunque no se trataba de una secuela, su título ya indicaba que la intención del autor era evocar las mismas sensaciones que aquel otro trabajo que tanto gustó en su momento. No obstante, en esta novela Boyne no sólo recuperó los mismos temas que ya trató en El niño con el pijama de rayas, sino que lo hizo con una mayor destreza y con una caracterización de personajes más profunda. El resultado, además de ser mejor libro, es una buena prueba de que revisitar viejas obras con una perspectiva nueva no siempre es mala idea.

La historia comienza en el París de 1936, donde vive nuestro protagonista: un niño de padre alemán y madre francesa llamado Pierrot. Su vida no es muy distinta a la de otros niños de su época y transcurre entre las clases, los juegos con su perro D'Artagnan y las confidencias con su amigo Anshel, un niño judío sordo de nacimiento que vive en su mismo edificio. Criados prácticamente como hermanos, Pierrot y Anshel incluso han desarrollado sus propios signos manuales especiales para representarse a sí mismos. Anshel eligió el signo del perro para su amigo, a quien consideraba generoso y leal, mientras que Pierrot optó por el signo del zorro, ya que pensaba que Anshel era el niño más inteligente de la clase. Como es lógico suponer por el marco histórico, las vidas de ambos están destinadas a transcurrir por caminos muy diferentes. La prematura muerte de los padres de Pierrot le obligará a abandonar el único hogar que ha conocido hasta entonces, dejando atrás a su perro y a su mejor amigo. Acogido por el único pariente que le queda, su tía Beatrix, Pierrot se trasladará hasta Alemania, hasta una residencia situada en los Alpes en la que su tía trabaja como ama de llaves. Pero no se trata de una casa cualquiera sino del Berghof, el retiro montañés de Adolf Hitler en Baviera. Rebautizado como Pieter, nuestro protagonista se verá entonces sometido a la influencia del nazismo y de su líder, el Führer.

En efecto, El niño en la cima de la montaña es un relato sobre el descenso hacia las tinieblas de un niño normal y corriente al que le ha tocado vivir una época terrible. Su transformación transcurre de forma paralela a la de Alemania, que se encamina de forma irremediable hacia la Segunda Guerra Mundial, lo cual me parece intencionado por parte del autor. Son muchas las historias que han abordado la situación de Alemania durante el auge del Partido Nazi y no todas han sabido capturar la complejidad de esa tesitura social. Además, con frecuencia la cultura popular ha desvirtuado la imagen de los partidarios del nazismo, convirtiéndolos en crueles y sanguinarios villanos de opereta. No me cabe duda de que las prácticas de este grupo permitieron que muchos individuos despreciables medrasen en sus filas, pero eso sólo es una parte del retrato global. Muchas personas de la época apoyaron a los nazis porque estaban desesperadas por creer en aquello que les ofrecían, porque tenían miedo a las consecuencias derivadas de oponerse a ellos o porque sencillamente no tenían otra opción. Muchos alemanes conocían las atrocidades que se estaban cometiendo, pero prefirieron hacer oídos sordos para protegerse a sí mismos y a sus familias. Tampoco es que ellos pudiesen hacer algo por cambiar las cosas, después de todo. ¿Deberíamos considerarlos villanos entonces? ¿Se les puede considerar cómplices de los crímenes nazis? No existe una respuesta satisfactoria para estas preguntas, pero Boyne quiere que pensemos sobre ellas mientras leemos su libro y atendemos atónitos a la progresiva transformación de Pierrot.

Esta no es la historia de un chaval que se ve corrompido poco a poco por los ideales fascistas, sino algo mucho más verosímil y perturbador. Una narración sobre cómo un niño noble y leal se convierte en un villano esperpéntico resultaría pueril y El niño en la cima de la montaña no lo es en absoluto. De hecho, creo que el proceso por el que pasa Pierrot representa bien el proceso por el que se vieron obligados a pasar muchos ciudadanos alemanes de la época. Y aún diría más: también representa la situación de todos aquellos que se han visto obligados a vivir bajo un régimen totalitario en algún momento de la historia. Apadrinado por el propio Hitler, nuestro protagonista se convierte en un partidario del nazismo, desde luego, pero los motivos que le llevan a hacerlo son harto comprensibles y el lector podrá empatizar con él en todo momento. Incluso cuando se ve obligado a ser partícipe de actos terribles, el lector puede entender lo que está experimentando el personaje porque en una situación similar es muy probable que tomase las mismas decisiones. Al menos así ha sido como he vivido yo la lectura de este libro.

La mezcla nacida de la soledad, el deseo de ser reconocido, el sentimiento de pertenencia a un grupo social, el interés por continuar un legado, el respeto a los superiores y el miedo forma un cóctel tan poderoso como peligroso. Es, de hecho, el caldo de cultivo perfecto para dar a lugar a fanatismos. La ascensión del nazismo le debe mucho a la explotación selectiva de las emociones de los alemanes, que deseaban recuperar la dignidad de su nación porque aquello era lo "justo". Pongamos a un niño que apenas ha comenzado la adolescencia en ese contexto, abrumado por la presión de su entorno y temeroso de convertirse en una decepción para el líder al que admira. ¿Acaso deberíamos considerarlo culpable por apoyar a los nazis? ¿Deberíamos verlo como un villano más? Durante todo el primer segmento del libro, el autor se encarga de construir al personaje de Pierrot, haciéndolo entrañable. A continuación, bajo la sombra de la doctrina del Führer, Boyne retuerce la moralidad de Pierrot con el objetivo de conmocionar al lector. Puedo dar fe de que lo consigue, pues en algún momento me he sentido indignado y escandalizado por las acciones del protagonista, aunque nunca he dejado de pensar que su transformación era aterradoramente verosímil y que, tras sus cuestionables acciones, seguía existiendo el niño entrañable del principio. He aquí el gran acierto en la perspectiva del autor de El niño en la cima de la montaña: conseguir que el lector sienta compasión por el "villano", por el "malo" de la historia. En realidad, en el mundo real no existen los héroes ni los villanos como en la ficción, sino gente que toma unas decisiones u otras dependiendo de la realidad en la que vive. Podremos cuestionarlos más o menos, podremos parodiarlos o incluso despreciarlos, pero nunca deberíamos deshumanizarlos. Incluso el peor de los "villanos" era un ser humano como cualquier otro. Sí, incluso Hitler.

Reconozco que yo soy el primero que tiende a ver a personajes históricos como Hitler o Himmler como parodias o esperpentos de sí mismos, en gran parte debido a la imagen de ellos que ha transmitido la cultura popular desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, por horribles que fuesen sus crímenes ambos eran personas sumidas en unas circunstancias que pueden ser estudiadas y comprendidas. En este libro la presencia del Führer no pasa del simple papel secundario, aunque su caracterización dista bastante de la simplona imagen paródica a la que muchos estamos acostumbrados. Hitler debió ser un hombre fascinante; por un lado carismático y manipulador, por otro inseguro, débil e inestable. No me sorprende que las personas de su entorno se vieran arrastradas por su influencia, como le sucede aquí a Pierrot. El pobre chaval, que carece de una figura paterna tras la penosa muerte de su progenitor, acaba encontrando el referente que busca en Hitler: un referente que le despierta tanta admiración como terror.

Boyne utiliza un recurso muy simple para transmitir el turbulento proceso por el que pasa Pierrot a lo largo de los años viviendo en el Berghof. Se trata de un recurso sutil e ingenioso que aprovecha la circunstancia del cambio de nombre del personaje a su llegada a la residencia del Führer. Puesto que su tía le recomienda cambiarse el nombre francés de Pierrot por el alemán Pieter para así ahorrarse problemas, el niño comienza a referirse a sí mismo como Pieter. No obstante, la voz del narrador omnisciente no deja de referirse al personaje como Pierrot hasta que, llegado un momento determinado en la narración, también pasa a llamarle Pieter. El lector que no esté atento puede pasar por alto este detalle tan inteligente por parte del autor, que transmite así la evolución psicológica de su criatura: en el momento en el que la voz del narrador se refiere al personaje como Pieter y no como Pierrot, su transformación se ha convertido en algo objetivo e indiscutible, quizá hasta irreversible. De esta forma, su descenso hacia las tinieblas se da por completado.

Terminar la narración en ese punto habría sido desolador en grado sumo, pero el escritor se reserva las últimas páginas de la novela para plantear una última pregunta: ¿existe el perdón para alguien que, como Pierrot, haya sido partícipe de crímenes atroces? ¿Puede esta gente aspirar a la redención? Para abordar este tema, Boyne recupera al personaje de Anshel, desaparecido durante todo el grueso de la historia. La conclusión puede resultar un tanto predecible o incluso tópica, pero no por ello es menos emocionante o deja de invitar a seguir reflexionando. Después de todo, la redención no es algo que pueda obtenerse (ni otorgarse) con facilidad. Lo único que el escritor tiene claro es que enterrar el pasado y olvidarlo nunca debería ser una opción: hay que aceptarlo por duro que sea y tratar de aprender de él.

El niño en la cima de la montaña es un libro corto y fácil de leer. Su contenido es duro de asimilar en algún momento, pero no cuenta con ninguna escena demasiado truculenta. Me atrevería a recomendarlo incluso a los lectores juveniles, pues a partir de los catorce o quince años me parece un relato accesible. Personalmente, me parece bastante superior a El niño con el pijama de rayas, lo cual evidencia la evolución como escritor que ha experimentado John Boyne durante esta década. Ambas obras pecan de los mismos tics que tanto suelen aparecer en los bestsellers, eso es innegable, aunque El niño en la cima de la montaña plantea unas cuestiones mucho más agudas e incisivas, dando lugar por tanto a una reflexión mucho más enriquecedora. En este caso, revisitar el escenario de la Alemania nazi resultó ser todo un acierto por parte del autor: además de evocar las mismas sensaciones que despertó su primer gran éxito, El niño en la cima de la montaña deja una huella más profunda y duradera. 

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